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En España el respeto es revolucionario. Fernando de los Ríos.

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LOS DERECHOS POLÍTICOS DE LA MUJER EN LA PRENSA REPUBLICANA (1870).

“DERECHOS POLÍTICOS DE LA MUJER.

Todas las preocupaciones caen.

La mujer se emancipa.

No sólo muchas adquieren grados académicos, sino derechos políticos.

Esta gran gloria estaba reservada al gran país que ha dado derechos al negro...

¿Qué lugar ocupa la mujer en la sociedad, y especialmente en España?

¿Por qué no ha de disfrutar los mismos derechos civiles que los hombres?

¿Por qué no ha de gozar de libertad?

¡La mujer! Fuente de amor y de ternura, en que nuestra rutina injusta e insensata sólo ve un objeto de voluptuosidad; ¿por qué no ha de obtener un puesto en las tribunas de la ciencia, de las artes y de la política?

¿Por qué ha de vivir olvidada, oscurecida y condenada a un perpetuo aislamiento?

A la mujer no puede negársele el talento; no puede negársele una imaginación privilegiada; no puede negársele, en fin, el desarrollo de sus facultades intelectuales, y, por consiguiente, es tan digna de ocupar elevados puestos en la sociedad, y tan capaz de desempeñarlos, como el hombre más experto. Pero el denso velo del oscurantismo, de las viejas tradiciones, del lamentable atraso en que nuestra civilización se ha encontrado hasta hoy, la ha tenido relegada al olvido; la ha encerrado en el oscuro recinto de la ignorancia, porque así convenía al egoísmo del hombre dominante.

Pero ya es tiempo. La sociedad camina a su progreso. La sociedad se mueve, y el oscurantismo y la ignorancia desaparecen ante el sol de la civilización.

Por eso en la nación del progreso, en la culta Inglaterra, que lleva en muchas cosas dos siglos de ventaja a las demás naciones europeas, se alzó ya una Mill a reclamar los derechos que el hombre usurpó a la mujer, de esos derechos que la poderosa naturaleza le concediera con la vida, al crearla un ser racional y libre.

Por eso en Wyoming, en los Estados-Unidos, tienen ya el derecho de votar; por eso forman parte del jurado, y por eso, en fin, hemos de verlas algún día ir a depositar con sus delicadas manos en las urnas de los sufragios el voto de su conciencia..."

FUENTE: La Igualdad, número correspondiente al 1 de julio de 1870 (aunque en el periódico se indique por error 31 de junio). 

MANIFIESTO ELECTORAL DEL PARTIDO REPUBLICANO FEDERAL.

"El COMITÉ REPUBLICANO DE MADRID A LOS ELECTORES. Electores: designados por el sufragio de nuestros correligionarios para dirigir en Madrid las próximas elecciones que han de formular el pensamiento y la voluntad del país, dueño de su soberanía, nuestro principal deber es invocar el númen que nos ha iluminado en la oscuridad de la desgracia y nos ha sostenido en el esfuerzo del combate: invocar nuestros principios. Débiles, por ellos nos hemos hecho fuertes; oscuros, por ellos hemos adquirido en mayor o menor grado la estimación pública; escasos de instrucción, por ellos hemos avasallado la conciencia de las generaciones presentes; no menos escasos en número e importancia, por ellos hemos concluido llenando con las huestes de la libertad el país e influyendo soberanamente en todos los partidos.

Sean cualesquiera las descomposiciones y recomposiciones que los nuevos hechos traigan al partido democrático; sean cuales quiera los servicios, que nosotros reconocemos en aquellos de nuestros antiguos correligionarios, por tantos títulos ilustres, que, obedeciendo a errores gravísimos, aunque excusables por la nobleza de sus móviles, han pactado con partidos diversos y opuestos al nuestro, no ya una coalición en la esfera de los hechos y de la conducta que podrán justificarse por lo supremo de las circunstancias y lo grave de los peligros, sino una coalición de principios, absurda, imposible, cuya inutilidad demostrarán bien pronto crueles y merecidos desengaños; sean cualesquiera las fuerzas de descomposición, que nosotros declaramos grandes, la importancia de los que en este momento nos han abandonado, importancia excepcional, porque son los más elocuentes, los más ilustres, los más valerosos, los más fuertes, los más queridos y respetados de todos; eso no importa nada cuando algunos, siquiera sean los más débiles y oscuros, se quedan con los principios; porque no hay ningún hombre por grande, ninguno por fuerte, que tenga la estatura y la fuerza de una idea.

Y la idea capital de nuestro partido; aquella que resume todos nuestros principios; aquella que contiene todas nuestras reformas; la que grabamos en las Cortes Constituyentes sobre el trono, entonces poderoso, de Isabel II, hasta obligarlo a derrumbarse bajo su peso; la que sostuvimos en la prensa desafiando la recelosa censura de los fiscales y el látigo de los tiranos hasta lograr la absoluta libertad de la palabra; esa idea, a que no podemos renunciando sino renunciando a la vida; esa idea, que bien pronto hemos de ver aclamada por todos los españoles corno la única salvación de su independencia, es la idea de República.

Sí, la República es la forma esencial  de la democracia, como el cuerpo humano es la forma esencial de nuestra vida, como la palabra humana es la forma esencial del pensamiento. Pudo en otro tiempo, pudo en otras condiciones históricas, pudo la República contagiarse con el feudalismo, como se contagia la sangre con el aire apestado; pero hoy, después del advenimiento del pueblo y de su alianza con la libertad, hoy en América y en Europa sólo existe la democracia donde existe la República, y sólo se llaman partidos democráticos los partidos republicanos.

La monarquía es una institución de tal manera injusta, absurda, que donde existe, sólo existe para conservar algún privilegio, para sostener alguna iniquidad. Existe en Inglaterra para conservar la más insolente de las aristocracias y la más orgullosa de las iglesias; en Portugal, para subordinarlo a Inglaterra; en Bélgica, para subordinarla a Francia; en Grecia, para subordinarla a Rusia; en el Brasil, en las riberas del Nuevo Mundo, limpias de reyes, para sostener la infamia de la esclavitud y los crímenes de los negreros. Si hay algún país en el mundo que, llamándose República, guarde el bárbaro comunismo monástico de los siglos medios; si hay algún país, como el Paraguay, donde las libertades no hayan penetrado a través de las instituciones republicanas, la causa está en que ese país toma un nombre usurpado y guarda la base de la monarquía, su esencia; es incomprensible la viciosa vinculación del poder supremo en una familia, que impone sus privilegios como una marca deshonrosa de generación en generación, y trasmite la sombra de sus errores, como una herencia funesta, de siglo en siglo. Pero nosotros, españoles, nosotros hemos derribado todos los privilegios, y nada tenemos que temer, ni nada que esperar de la diplomacia europea. Nosotros hemos consumido este siglo, todo este siglo, en esfuerzos titánicos para derribar la monarquía. Tendiendo la vista por el largo martirologio de la libertad, recordando los nombres gloriosos de Lacy, de Riego, de Torrijos, de Zurbano, de Cámara, se descubre que sus verdugos fueron los reyes. Subiendo con el pensamiento a las épocas en que ganamos la libertad para perderla en seguida, se aprende que la ganamos siempre por el esfuerzo del pueblo y del ejército reunidos, y la perdimos siempre por las maquinaciones de los palacios conjurados contra nuestros derechos.

El nuevo monarca que busquemos de rodillas por el mundo; el nuevo monarca, engendro raquítico de una diplomacia enemiga en todas partes de la revolución, no nos deberá lo que nos debió Fernando VII, seis años de guerra con el extranjero; no nos deberá lo que nos debió Isabel II, siete años de guerra civil; no nos deberá los esfuerzos, los sacrificios que los otros reyes constitucionales nos debieron; y, por consiguiente, se creerá menos ligado aún que ellos a respetar nuestros derechos, tomándonos por los más desgraciados de todos los esclavos, por esclavos voluntarios, que apenas han conseguido su libertad, cuando la han abdicado a las plantas de un rey, y, para mayor ignominia, de un rey extranjero.

Los españoles todos, sin distinción de escuelas y partidos, saben que la solución que menos seguramente nos divide, la que más nos fortalece, la que conserva nuestra antigua independencia es la República: sí; la República que nos impedirá, después de tres siglos de extrañas dominaciones y extranjeras dinastías, ver este país de Daoíz y Verlarde, este país de Bailén y Talavera, este país de Gerona y Zaragoza, el modelo de pueblos independientes, el salvador de las nacionalidades libres, cayendo más bajo que Grecia y que Rumania en manos de la diplomacia europea, que se disuelve como se disuelven todos los cadáveres, al contacto del aire y de la luz de nuestro siglo.

Pero entre los españoles, aquellos que más deben desear la República y más repeler la monarquía son los españoles comprometidos moral y materialmente en la gloriosa revolución de setiembre. El pueblo no ha entendido derribar solamente una dinastía; cuando ha arrancado de los antiguos blasones el remate de la corona, ha querido pisotearla, y la ha pisoteado, para que no reapareciese jamás dignamente sobre ninguna cabeza. Los principios proclamados por la revolución: los derechos individuales, como leyes de todo organismo político; el sufragio universal, como origen permanente del poder; las libertades absolutas de imprenta y de reunión, como eternos tribunos armados de su reto moral contra todas las arbitrariedades del poder, son principios incompatibles con la monarquía. Y la prueba está en que, mientras existen todos en las dos Repúblicas-modelos que hay en el mundo, no existen en ninguna monarquía, ni en las más liberales; porque las absurdas monarquías democráticas, como la de Luis Felipe, apenas han nacido, cuando, por impulso fatal de su organismo, han devorado libertad y democracia.

La igualdad de derechos; la igualdad, que es el gran principio del partido democrático; la igualdad, que es la extensión de las libertades a todos los hombres; la igualdad no existe allí donde una familia amortiza las más altas magistraturas, las más trascendentales funciones sociales: la autoridad y el poder. La libertad, ese principio fundamental de la vida, la libertad se detiene ante un trono inviolable, irresponsable, hereditario, exceptuado de la crítica, puesto en esferas inaccesibles, limitando, por su propia organización y por sus atributos esenciales, todos, absolutamente todos los derechos, que se vuelven raquíticos, por desiguales, en cuanto no se extienden dentro de su espacio natural, de su forma propia, que es la República.
Por esta razón, así que el comité se ha reunido, así que sus individuos se han juntado merced al llamamiento de millares de sus correligionarios, se han decidido a proclamar por unanimidad como la idea capital de sus creencias políticas, como la forma inseparable de los principios democráticos, como la necesidad suprema del momento, como la consecuencia lógica de la revolución, como la idea que nos une a todos los pueblos y nos separa de todos los despotismos, como la solución inmediata que debemos sostener en la prensa, en los comicios, en el Parlamento, seguros de que su triunfo próximo y definitivo es indudable, se han decidido a pro-clamar la República. Con la República y por la República aseguraremos los derechos individuales, poniéndolos fuera del alcance de todos los poderes.

Con la República y por la República realizaremos constantemente el gran principio de la soberanía nacional, sin que lo limite ninguna institución, y sin que lo manche ningún sofisma.

Con la República y por la República el municipio recobrará su autonomía y la provincia sus condiciones de vida y de derecho en una amplísima descentralización. La República y sólo la República puede lograr que el Parlamento central salga inmediatamente del sufragio de todos los ciudadanos y el poder supremo del Parlamento, como ha sucedido en el periodo más glorioso de nuestra historia, durante las Cortes de Cádiz, que nos dieron libertad y patria, sin necesidad de esas presidencias, semejantes a las monarquías, y tentadoras para las desapoderadas ambiciones humanas. Con la República y por la República resolveremos el problema capitalismo de nuestro siglo, el problema que será su honra y su título de gloria en lo porvenir: la alianza inseparable de la democracia con la libertad.

La República nos dará las libertades que nos faltan y nos confirmará las libertades que hemos conquistado: la libertad de pensamiento y de conciencia, la libertad de enseñanza y de cultos, la separación radical entre la Iglesia y el Estado. La República nos dará, así para las elecciones de ayuntamientos como para las elecciones de diputados provinciales y de diputados a Cortes, el sufragio universal. La República asegurará el domicilio contra toda violación, la propiedad contra todo ataque, el trabajo contra todas las explotaciones y todas las servidumbres, el crédito y el comercio contra todas las artificiales barreras levantadas por los privilegios absurdos y el aislamiento monástico de las antiguas monarquías. La república asegurará la libertad de asociación con tal firmeza que los trabajadores puedan resolver por sí mismos, en el pleno goce de su dignidad y usando de todas sus libertades, el problema social que ha de elevar las clases desheredadas a las regiones de la verdadera vida.

La República es el Estado reducido a sus naturales límites y a sus funciones primordiales; la sociedad sustituyéndose a las arbitrarias leyes de los antiguos gobiernos, la pena de muerte abolida, el sistema penal reformado, las antiguas colonias tanto tiempo presas y explotadas entrando en su autonomía, el presupuesto rebajado en más de la mitad de su presente escandalosa cifra, las contribuciones indirectas abolidas, la deuda pagada religiosamente pero convertida a una sola clase, las quintas y las matrículas de mar Olvidadas para siempre, la realización completa de todo el programa democrático.

Y Como remate, como coronamiento de esta obra bendita, colocará inmediatamente la República el ara de la patria emancipada las cadenas de ochocientos mil esclavos; que no pueden continuar en la servidumbre desde el momento en que se caiga la clave de todas las injusticias, la esperanza de las restauraciones monárquicas.

 Electores: ya os hemos dicho nuestro programa, que debéis acoger, no por las oscuras personas que lo firman, sino por las claras ideas que lo enaltecen. Id con él, abrazados a él, sin transacciones debilitan, sin complacencias que matan la energía de los partidos; id con él a las urnas y depositar a favor de él vuestro voto, seguros de que salváis la patria, y con la patria Europa, y con Europa el mundo, cansado ya de llevar en su conciencia los restos podridos de la monarquía y de la teocracia. Contémonos, republicanos; sepamos cuántos somos, y sepa el mundo que aquí hay muchos ciudadanos que no están dispuestos a renunciar a su soberanía, ni a doblar la rodilla y la espina dorsal ante ningún rey de la tierra, ni a convertirse de libres en cortesanos.

Pero, electores, id a las urnas con la calma de los valientes, con la seguridad de los fuertes, respetando el derecho de todos, para que todos respeten vuestro derecho. Desde que cayó la monarquía antigua, a pesar de los votos del gobierno provisional por traernos otra quimérica, la verdad es que estamos en República. La legalidad es la República; el gobierno es republicano, porque ha recibido su investidura del pueblo, y sólo ante la representación del pueblo deberá dar cuenta de su política y de sus actos, y porque sobre él no se alza ninguna de esas coronas reales que matan a los gobiernos populares con su sombra. Lo que esta República necesita es ser legitimada por el voto de la Constituyente, y establecida, organizada por leyes tan sencillas como sabias. De suerte que hoy, electores, lo conservador, lo esencialmente conservador es la República; mientras lo anárquico, lo desordenado, lo perturbador es la monarquía.

Así, mientras las libertades de reunión y de asociación existan, mientras la imprenta sea libre, mientras el sufragio universal no se falsee ni se limite, mientras los derechos individuales, en fin, se vean respetados, importándonos poco los hombres y los partidos que gobiernen y los errores secundarios que cometan; debemos encerrarnos dentro de la legalidad y legalmente difundir nuestros principios.

Por lo mismo vuestro comité os encarga el deber más completo, el mantenimiento de la tranquilidad pública a toda costa y a todo trance. El pueblo que, teniendo el derecho de reunión, la libertad de imprenta y el sufragio universal, apela a los tiros y no a los votos, apela a las armas y no a las ideas, ese pueblo es un pueblo suicida. Las sociedades no pueden vivir en una perturbación continua. El derecho no se puede exigir sino cuando no se cumple el deber. Los ciudadanos jamás verán respetadas sus libertades, si no comienzan por respetar ellos primero la autoridad. La historia enseña que es fácil conquistar la libertad y difícil conservarla.

La historia enseña que muchas veces se ha perdido tan precioso bien por la inexperiencia de los pueblos y, no lo dudéis, los que os inciten al desorden, a la rebelión, quieren perderos. Y nosotros os excitarnos al orden y al respeto a la autoridad, nosotros que remos salvaros. Es un axioma, que nunca nos cansaremos de repetir, el siguiente: cuando se pone a una sociedad en la dura alternativa entre la anarquía y la dictadura, opta, guiada de instintos conservadores incontrastables, opta siempre por la dictadura. Tengan hoy los gobiernos, en medio del oleaje de las libertades públicas, una seguridad que jamás tuvieron bajo el capricho de los monarcas, y habremos salvado la patria y habremos hecho indispensable la República.

Electores: calma, tranquilidad, orden, respeto a todos los derechos, apoyo a toda autoridad legítima; ejercicio pacífico de todas las libertades; observancia escrupulosa de la moralidad pública; horror al criminal que ataque el orden cubriéndose con apariencias tribuno; mucha madurez política, y cuando se convoquen las Constituyentes, enviad diputados que digan: queremos salvar la república, porque todos la hemos conquistado con nuestro valor; queremos conservar la república, porque todos la hemos merecido por nuestra prudencia.

Salud y fraternidad.
Madrid 17 de noviembre de 1868.
Presidente, José María Orense. Vicepresidente, José Cristóbal Sorní. Blas Pierrad, Estanislao Figueras. Emilio Castelar. Francisco García López. Roque Barcia. Juan Pico Domínguez. Diego López Santiso. Ramón Chíes. León Taillet. José Benito Pardiñas. Pedro Pallares. Cesáreo Martín Somolinos. José García Cabañas. Santiago Gutiérrez. Valentín Corona. Diego María Quesada. Francisco Córdova y López. Ángel Cenegorta. Eusebio Freixa. Adolfo Joarizti. José Guisasola. Secretarios, Ceferino Tresserra. Antonio Orense. Julio Vizcarrondo. Federico Ordax Avecilla.

FUENTE: La Igualdad 18 de noviembre de 1868.
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